'El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes'


jueves, 26 de enero de 2012

Soñando con el cielo.

Hay sueños de todo tipo. Están los buenos que nos hacen las noches más dulces, los felices que nos arrancan una sonrisa aún con los ojos cerrados, los tristes que nos obligan a llorar, las pesadillas que nos atormentan y nos recuerdan nuestros miedos más profundos y a veces escondidos en un rincón, los imposibles que en ocasiones frenan nuestros corazones, los surrealistas más típicos de una película que de la vida real... Hay donde elegir. Pero también hay los que están al alcance de aquel que se acuesta cada noche con la esperanza de que al despertar las cosas vayan como siempre ha soñado. Los que a priori parecen tan irrealizables que incluso a veces nos hacen desistir, pero que un día inesperado -un día cualquiera, qué más da- abandonan el mundo de Morfeo y se hacen realidad.

Y es precisamente este último sueño el que está viviendo el Mirandés, un equipo que semana tras semana convive con la categoría de bronce del fútbol español, la Segunda B, y que seguramente nunca imaginó que un mes de enero escribiría una página en la historia del deporte rey de este país; que es probable que ni en el mejor de sus sueños -el de sus jugadores, el de su entrenador, el de sus aficionados- nunca antes hubiera tenido la oportunidad de ver cómo el pasado martes su campo, Anduva, se convertía en el centro del mundo del fútbol, con todos los ojos puestos sobre un conjunto que se ha convertido en la Cenicienta de la Copa del Rey más incansable en su empeño por tener un final feliz. Como en los cuentos, como en los sueños que tanto nos gusta tener a veces.

Quizás el nombre del Mirandés no estaba en las quinielas de los equipos que más lejos llegarían en el torneo copero, pero poco a poco, los hombres de Carlos Pouso se adueñaron de la etiqueta de 'matagigantes'. Villarreal, Racing y Espanyol han sido sus víctimas hasta ahora, cayendo en las garras de un equipo que tras comprobar que nada es imposible, tiene más hambre que nunca por plantarse en la final del Bernabéu en el mes de mayo. Se han enfrentado a todo: a eliminatorias que se pusieron muy difíciles, como contra los de Mauricio Pochettino que en cinco minutos para recordar lograron dar la vuelta al marcador en Cornellà-El Prat, dando un paso muy importante para clasificarse para las semifinales que después se tornó inútil en casa del Mirandés; a cargar con el peso de ser el equipo más pequeño y con menos presupuesto de los que quedan vivos en la Copa. A todo. Pero incluso con el viento en su contra, ahí está el Mirandés, haciendo grande el fútbol y recordándonos que no todo gira entorno a los de siempre. Que hay más vida más allá de Barça y Madrid. Que las grandes historias de este deporte no siempre son sobre las que más se habla.

Pero si algo agranda más todavía el camino que el Mirandés ha logrado construir en esta Copa del Rey es que es un equipo formado por chicos 'normales', de la calle. Lejos quedan los focos de las cámaras y las disputas publicitarias por los derechos de un jugador. Son personas que disfrutan de su pasión -el fútbol-, pero sin olvidar en ningún momento que eso no es suficiente para que ellos y sus familias 'sobrevivan' día a día. Sólo hace falta ver a Pablo Infante, un gran jugador que está demostrando que podría jugar en Primera sin ningún tipo de problema, renunciando a la celebración por el pase a semifinales porque sabe que para él al día siguiente no hay fiesta, sino que un despertador le hará levantarse de la cama muy pronto para ir a trabajar.

Y, sin embargo, lo que menos quieren ahora en el seno del Mirandés es que precisamente un despertador rompa su sueño. Son conscientes de que la final está cerca, pero también saben que con sólo la ilusión no bastará para dejar en el camino a un Athletic abonado a este torneo y cuyo campo, San Mamés, es un fortín. Pero si algo ha dejado claro el equipo que tiene enamorado a media España, es que se dejarán la piel si hace falta sobre el terreno de juego para seguir haciendo historia.

No es fácil, y a día de hoy el cielo y...un cielo un tanto más pequeño -imposible que haya infierno para los de Pouso aunque caigan ante los de Bielsa- están igual de cerca. El Mirandés no quiere despertar.

Quiere seguir soñando.

lunes, 9 de enero de 2012

Leo nunca fue pequeño.

A veces necesitamos mirarnos en el espejo para darnos cuenta de quiénes somos. Para saber dónde estamos, de dónde venimos y a dónde queremos llegar. Sin embargo, algo tan sencillo como eso, como plantarse frente a un cristal que nos devuelve nuestro propio reflejo, no siempre debe ser fácil.

Y al decir esto pienso en él. En un chico de 24 años que un día cualquiera, qué más da, se encontró con que tenía el mundo a sus pies. Es probable que nunca imaginara que su ilusión por acariciar un sueño, que jamás le abandonó desde que un balón de fútbol se posó por vez primera en sus pies, le 'condenaría' a llevar con él, a donde quisiera que fuera, la etiqueta de 'el número uno del mundo'. Pienso en él, en un chico que hace apenas unas horas ha recibido en Zúrich su tercer Balón de Oro consecutivo. Y lo ha hecho con su inseparable sonrisa tímida.

Una sonrisa que recuerda a la de un niño. Porque Leo Messi sigue siendo eso, aquel pequeño que un día, ya desde las calles de su Rosario natal, juró su amor incondicional por el fútbol, llegando incluso a provocar que el propio mundo del deporte rey se enamorara poco después de él y de su magia.

El '10'. Tuve la suerte de conocerlo hace siete años, un 26 de noviembre en el que me desperté sin saber que pocas horas después me tropezaría, casi sin querer, por casualidad, con un por aquel entonces casi desconocido Leo Messi. Sin saber que el autógrafo que aquel día me llevé a casa -para mí fue un regalo de cumpleaños (al día siguiente cumplía quince), aunque con el tiempo aprendí que aquello era un pequeño tesoro que ganó con el tiempo un valor del que yo no fui consciente aquella mañana de otoño- llevaba la firma de alguien que iba a estar en boca de todos en los años que vinieron después. Sin saber que iba a ser el protagonista único e indiscutible de miles de portadas de diarios alrededor del mundo. Sin saber que todos los niños querrían ser como él. Sin saber que nadie, absolutamente nadie, se cansaría de verle jugar.

Sin saber que el chico de 17 años que ocupaba el lugar de copiloto de un coche rojo conducido por un tal Jorge que resultó ser su padre, iba a dejar a millones de personas boquiabiertas cada vez que disfrutaran de él, de sus asistencias y de sus goles sobre el césped de decenas de estadios de fútbol.

Sin saber que aquel al que acababa de abrazar instantes antes sería un firme (y digno) candidato a ser el mejor jugador de la historia del fútbol.





Messi nunca se olvida del cielo. Cuando marca un gol, repite el mismo gesto de siempre. El de siempre. Sonríe, baja la cabeza y tras unos segundos, mira hacia arriba, señalando con sus dedos quién sabe el qué. Como si buscase a alguien. Pero el destino de ese mensaje es un secreto a voces: lo hace para recordar a su abuela Celia, que se fue cuando él tenía apenas diez años. Era precisamente ella quien lo llevaba cogido de la mano a los entrenamientos cuando Leo daba sus primeros pasos en el mundo del fútbol. Quien insistía en que su nieto pequeño jugara aunque los demás fueran mayores que él. "Tocarla a Lionel, tocarla al chiquitín, él sí que mete goles", repetía Celia una y otra vez. Día tras día.

Su muerte fue un duro golpe para el de Rosario, y aún a día de hoy sigue siendo su recuerdo más triste. Quizás por eso está tan unido a los suyos. De hecho, era casualmente en casa de su abuela donde cada domingo, al juntarse toda la familia, Leo se divertía junto a sus hermanos y sus primos con el sueño que ha perseguido desde que muy pequeño: el fútbol. Quizás todo empezó en su cuarto cumpleaños, cuando al '10' azulgrana le regalaron su primer balón, uno de rombos rojos que pareció despertar su pasión. La misma con la que ahora cose el esférico a sus botas, siendo capaz incluso de hacer un fútbol a priori sencillo pero que roza lo inigualable. Quizás por esa razón, su primer entrenador, el señor Aparicio, quiso poner a prueba al pequeño de los Messi aunque éste fuera un año menor que sus compañeros de equipo. Años después, Aparicio reconocería que nunca había visto algo así. Algo como él.

"Leo nació sabiendo".

'La Pulguita' caminó hacia su sueño, gracias en parte al sacrificio de sus padres, que también supieron buscar una solución a la enfermedad que sufría Messi y que le impedía crecer con normalidad, y acabó por dejar atrás Rosario, el lugar donde había nacido. El lugar en el que aprendió a ser la persona que conocemos hoy. La humildad sigue siendo su principal seña de identidad, y ni llegar a lo más alto del fútbol ha hecho que sus pies se eleven lo más mínimo del suelo que pisa. Sigue siendo el niño tímido y callado con el que todos sus compañeros del colegio querían jugar.

Con 13 años, o sabía qué le depararía el futuro, y a pesar de arrastrar consigo una cierta sensación de incertidumbre pero sin miedo, Leo emprendió un viaje sin retorno a Barcelona. Cesc Fàbregas, con el que comparte vestuario en el Barça y con el que se crió futbolísticamente, fue testigo directo de los inicios del crack argentino: "Al principio, cuando llegó, creíamos que era mudo, pero después, gracias a la PlayStation, descubrimos que sabía hablar". Porque sí, Leo habla, pero a diferencia de otros, lo hace cada vez que juega al fútbol. Y nadie lo hace como él. Siempre al margen de escándalos y tanganas. Tampoco muy dado a las ruedas de prensa ni a regalar grandes titulares que se salgan del espectáculo que semana tras semana brinda a los aficionados del fútbol. Sólo hace falta echar la vista atrás y fijarse en el día en que el Barça celebró la cuarta Champions de su historia en el Camp Nou. "No tengo nada qué decir", dijo Messi. Él no tenía nada que decir. Precisamente él, culpable en parte de que aquella copa fuera el centro de atención de todas las miradas en el feudo azulgrana.

Pero ése es Leo. Único. Diferente. Especial.

De ello también se percató Carles Rexach, secretario técnico del Barça en el momento en que Messi aterrizó en Barcelona por primera vez. Su primer contrato fue firmado en una simple servilleta de bar. No importaba dónde ni cómo firmar. Rexach sabía que no podía dejar escapar al argentino. "Tenemos que ficharlo ya", dijo entonces.

Y siendo quien es, cualquier podría pensar que las cosas son fáciles. Pero no. No todo en la vida de Messi son victorias y momentos dulces. Su mayor espina es también uno de sus grandes amores. Su tierra. Esa por la que lloró cuando la abandonó con trece años, y por la que también derramó lágrimas el día en que debutó con la albiceleste. Tan importante era ese partido para él que cuando fue expulsado en el minuto uno en su primer partido con la camiseta de Argentina, nadie pudo consolarlo, prueba inequívoca de su propia autoexigencia que le obliga a querer jugar siempre. También en la final de París lloró. En 2006, ante el Arsenal, Messi no pudo participar por culpa de una lesión, y ese día, en medio de la euforia azulgrana tras la conquista de una Champions muy deseada por el Barça, para Leo no hubo celebraciones, ni tiempo tan siquiera para ir a buscar su medalla. Prefirió quedarse en el vestuario.

No siempre el viento es favorable, y eso bien lo sabe su entrenador, Pep Guardiola, quién regaló a 'La Pulga' el libro "Saber perder", que esconde un mensaje claro: hay que estar preparado y luchar por lo que se quiere siempre, a sabiendas de que no siempre el resultado estará de nuestro lado. Pero eso lo aprendió muy bien Leo Messi gracias a su abuela, quizás la gran culpable de que el '10' del Barça esté hoy donde está. Quizás es ella quién todavía le cuida desde el cielo. La que protege a su pequeño.

Un pequeño muy grande.



tuyo/mío. nuestro.