Recuerdo aquel 15 de junio de 2008 como si fuera ayer.
El aburrimiento se había apoderado de mí, y la desesperación de no saber qué hacer me llevó a tumbarme en el sofá y encender ese aparato que suele salvar nuestras horas muertas. Sin saber muy bien cómo, acabé como siempre: viendo un partido de fútbol.
El aburrimiento se había apoderado de mí, y la desesperación de no saber qué hacer me llevó a tumbarme en el sofá y encender ese aparato que suele salvar nuestras horas muertas. Sin saber muy bien cómo, acabé como siempre: viendo un partido de fútbol.
Fútbol, fútbol y fútbol. Ahora más que nunca me doy cuenta de que he crecido respirando fútbol por todos lados, y que gran parte de mis recuerdos, se basan en él. Perfecto. No hay nada que pueda gustarme más. A veces, se convierte en mi escapatoria...
Pero regresemos a aquella tarde de junio. En la pantalla, Sporting de Gijón-Eibar. Para cualquiera, hubiera sido un partido de Segunda más. Pero para mí, no. Para mí era volver a encontrarme con uno de esos equipos que, pese a no ocupar la primera plaza en tu lista de preferencias, siempre tiene un rincón de ti guardado especialmente para él. No fue un partido cualquiera para mí, porque supuso verlo después de mucho tiempo. Tanto, como nueve años. Y es que fue tal la rabia con la que digerí que el Sporting bajara a Segunda en 1999, que me hizo no querer volver a verlo más. Pero aquella tarde de junio, allí estábamos los dos. Bueno, los dos...y las miles de personas que se habían acercado a El Molinón aquel 15 de junio. Personas que aquel día fueron al templo rojiblanco con la esperanza de que su equipo volviera por la puerta grande a la categoría de oro del fútbol español. Querían dejar atrás cuanto antes una década sombría y volver al lugar que el Sporting de Gijón jamás debería abandonar.
Al frente del barco, Manolo Preciado. Preciado, sí. Ese señor que casi se ha convertido en un símbolo más de su equipo. Ese señor que, además de plantar cara a alguien como Mourinho, ha sabido devolver al Sporting el status que siempre mereció. Ese señor que incluso en los peores momentos, esos en los que el abismo y las caídas libres han amenazado demasiado peligrosamente a los de Gijón, ha sabido mantenerse fiel a su equipo, a sus jugadores, a su afición.
Y es que no hay cuerda floja que haya podido con el Sporting. Un Sporting que, acompañado siempre por una afición incondicional -para mí, y quizás sólo comparable con la del Liverpool y su "You'll never walk alone",la mejor del mundo-, está dónde está por méritos propios. Porque lo fácil es ganar y entrar en ese grupo tan y tan limitado de los llamados 'grandes', pero el Sporting ha conseguido, precisamente, lo más difícil: ser grande siendo pequeño.
Porque que a los de Gijón se les pueden reclamar cosas. Muchas, quizás. Pero lo que es indudable es el que el Sporting es de esos equipos que no cesan en su empeño por salir al escenario más bonito del mundo del fútbol, el césped de cualquier estadio, orgullosos de su historia, de su escudo y de su afición. De esos equipos en los que la palabra 'lucha' se convierte, casi matemáticamente, en su única bandera.
Y yo, aquel 15 de junio de 2008, reconozco que lloré. Lo recuerdo bien. 2-0 en el marcador final. Pero eso fue lo de menos. Y es que mis ojos sólo podían estar pendientes de la avalancha rojiblanca que asaltó el césped de El Molinón. Centenares de banderas, camisetas y bufandas se mezclaron con las sonrisas y las lágrimas -felices, claro está- de todas aquellas personas que habían creído en su equipo y que aquella tarde se convirtieron en testigos del regreso de su equipo a Primera.
Sí, aquel 15 de junio de 2008 el Sporting volvió.
Sí, aquella tarde, el Sporting tomó el camino de vuelta a su lugar. El que siempre mereció.
Y el que espero que el año que viene siga guardando un hueco a uno de los verdaderos 'grandes' del fútbol español.
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